Axel Kaiser Director ejecutivo Fundación para el Progreso
Pocos temas en la época moderna han adquirido un carácter más religioso que el del medioambiente, en especial el calentamiento global. La histeria verde se globalizó con el documental de Al Gore “Una verdad incómoda” en 2006, en la que el posterior Nobel de la Paz haría una serie de predicciones catastróficas que no ocurrieron dentro de los plazos anunciados y que, por lo visto, no sucederán.
De ahí en adelante, el negocio del calentamiento global creció en la forma de miles de millones de dólares de subsidios gubernamentales y de ONG para todo tipo de investigaciones y proyectos que, de alguna manera, se vincularan con el apocalipsis climático. Los profetas del fin de mundo —nada nuevo en la historia humana— dicen que la ciencia está clausurada y se encargan de perseguir como hereje a cualquiera que se atreva a poner en duda su tesis.
Pero como cualquiera que haya leído a Karl Popper entiende, lo que distingue a la verdadera actitud científica del dogmatismo ideológico y religioso, es la apertura que la primera tiene a aceptar evidencia en contrario y la realización de que las verdades científicas avanzan sobre la base de conjeturas y refutaciones. En otras palabras, sólo un enunciado que puede potencialmente ser demostrado como falso es realmente científico, lo que implica que la verdad nunca es definitiva. Afirmar que todos los cisnes son blancos, por ejemplo, es un enunciado de ese tipo, pues un experimento que recolecte suficiente información podría concluir que hay cisnes negros. Sostener que Dios nos guía en la Tierra no lo es, ya que no hay experimento posible con la capacidad de refutarlo. Se trata, en este último caso, de un dogma o una cuestión de fe.
El clima sin duda es, en principio, un asunto científico, extremadamente complejo por lo demás. Pero la actitud de muchos de quienes abrazan la agenda climática es religiosa, pues no están dispuestos a aceptar la posibilidad de que emerja evidencia que rebata su análisis. Más allá de si tienen razón o no —tal vez la tengan —, los profetas del apocalipsis se han identificado de tal manera con su causa que les resulta imposible concebir la opción de que las cosas no sean como dicen. Por eso, a cada científico —incluidos premios Nobel en física— que plantea escepticismo sobre el “consenso” instalado lo linchan y acusan de ser financiado por las corporaciones petroleras.
La última moda en este irracionalismo —la tendencia de privilegiar emociones por sobre la búsqueda de la verdad— es la adoración de una joven de 16 años con Asperger a la que han presentado como la salvadora de la humanidad, a pesar de que no posee los mínimos conocimientos sobre el tema del que habla. Se trata de un verdadero escudo humano de la causa ambientalista al que difícilmente se puede someter a un escrutinio riguroso, por lo cruel que parecería cualquiera que lo intentara.
Esto es tan evidente, que a sus defensores no les importó el hecho de que, como informó el medio alemán Taz, el viaje que Greta Thunberg realizó en velero desde Europa a Nueva York bajo el pretexto de que así no generaría emisiones, culminó dejando un rastro de carbono mayor que si hubiera tomado un avión. Ello, porque fue necesario enviar a cinco personas en un vuelo transatlántico para poder traer la embarcación de regreso a Europa. Es más, incluso el capitán
que lo condujo durante la travesía anunció que regresaría en avión a su país. Así, en lugar de haber volado ella con su acompañante, volaron seis personas para hacer posible la puesta en escena, la que tuvo mucho de show, pero poco de conciencia ambiental.
En un tiempo la tendremos en Chile, donde seguro moverá hasta las lágrimas a opinólogos, intelectuales, políticos y a las hordas de redes sociales. Esperemos que al menos en su viaje hasta acá sus managers consideren comprarle un pasaje en avión, de lo contrario nos habrá acercado un poco más al holocausto que dicen querer evitar.